Preparar el viaje no fue fácil. Me animo a decir que lo sufrí desde el mismo momento en que compré el pasaje. Mis estados emocionales cambiaban todo el tiempo, pensando en volver a San Juan, mi ciudad natal.
Pasaba del borde de un ataque de llanto histérico, a una sonrisa melancólica sostenida que se iba desvaneciendo lentamente con el pasar del reloj. Todas las dudas, miedos, ansiedades se volvieron a despertar y a multiplicarse abismalmente con el correr de los días. El último mes antes de partir, noviembre, fue un mes interminablemente lento.
Pasaron dos años desde que me fui. No sabía con qué me iba a encontrar. Estaba aterrada. La ciudad donde crecí y viví la mayor parte de mi vida, la sentía desconocida. Tenía miedo del rechazo, o del abrazo certero que me convenza de quedarme y no tomar el avión de vuelta. No quería tener que tomar (nuevamente) esa irresponsable decisión.
Apenas pisé tierra sanjuanina el perfume de los árboles me abrazó cálidamente, y las montañas pintadas con colores magistrales al final de la ciudad me volvieron a conquistar automáticamente. Sentir el agua tibia del dique acariciándome la piel, en el verano apasionado de cuarenta grados, fue una sensación que intenté captar con todos mis sentidos.
La ciudad estaba allí. Igual. Ardiente, vieja, detenida en el tiempo. Parecía como si hubiera estado dormida muchas décadas y recién se estaba despertando. Todo se movía lento y pesado, como cargando un peso crónico en los pies, o quizás en el alma.
Pero el calor era demasiado intenso, que rajó mis labios y secó mi piel como castigándome por haberme ido. Se me mezclaron las calles y los autobuses, la siesta se burló de mis horarios, y ya no me sentí tan sanjuanina. Algo había perdido.
Sin embargo, las amistades que allí se quedaron me abrazaron sin distancia. Los mates, las comidas, los recuerdos y las nuevas historias estaban frescas en el tiempo, y ellos me hicieron sentir en casa. Ellos son mi hogar. Ellos estaban ahí, cambiando también su ciclo, avanzando o perdiéndose, pero cada uno siguiendo su propio río, mezclándose de vez en cuando con la cuenca del mío.
Entonces reconocí que no era la ciudad en sí lo que me llamaba estando lejos, eran ellos y la tierra entre nosotros.
Volví a la misma conclusión con la que salí: la de no pertenencia. A veces me confundo y pienso en eso como algo negativo, pero no lo es. Es algo que no puedo ni debo controlar, es parte de mi instinto, o de mi sangre, o de mi esencia. No me siento parte de ningún lugar físico. Ni de San Juan, ni de Israel, ni de ningún pedacito de país que he pisado hasta el momento. Será que no tengo raíces, que mi nacimiento no fue desde la tierra, sino desde un punto intermedio, donde mi piel siente el calor del suelo y el fresco del cielo, perdiendo esa posibilidad de arraigo en un solo lugar, naciendo con la ausencia de territorio delimitado.
Quizás nací así, con faltas y ausencias por algo, pero con la innata necesidad de caminar, y no dejar de hacerlo hasta que el mismo cuerpo me lo impida. Mi mamá me dijo que, siendo bebé, apenas abrí los ojos estiraba el cuello para ver más allá de donde estaba, para ver qué pasaba donde mis ojos no llegaban. Siempre fue así, siempre quise ver más allá de las montañas. Si… nací sin raíces, pero con alas.
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