El tiempo que estuve en Berlín se sintió como un somnoliento día de resaca: Despertaba de repente sin saber dónde estaba, reconociendo las tablas de la cama de arriba y el olor de perfume de las sábanas de hotel. La luz entraba sin permiso por la ventana atornillando mis pupilas y el sonido de la ciudad se amortiguaba detrás del vidrio como si lo escuchara bajo el agua. El silencio acoplado me obligaba levantarme media sonámbula y me empujaba por el pasillo alfombrado de algún piso de hotel duplicado, después de intentar que una ducha fresca me despertara y que una taza de café me administrara la cafeína suficiente para salir con la misma desorientación hacia la calle.
El hospedaje estaba en la entrada de la estación central de trenes. Pleno pulmón urbano. Parecía un hormiguero activo en medio de la temporada de recolección: gente entrando y saliendo, trenes siempre a punto de partir y siempre llegando. Cada día, subía en algún vagón y veía la ciudad moverse por la ventanilla hasta la estación donde tocaba bajarme, todavía con un mareo de esos que te manejan desde la cadera y vas como tropezando en un baile lento. Fue así como conocí a una Super Girl: tropezando por ahí. Me esperaba después de las cinco de la tarde en bicicleta y paseábamos tranquilas por la ebria ciudad.
Porque la sentí así a la ciudad. Como borracha, un tanto enojada. Vestida de murales y grafitis y montones de frases de protesta tatuadas en sus paredes. Decorada con punks, hippies y yupis. Atravesada de canales como venas abiertas teñidas de morados y naranjas a las siete de la tarde cuando, de repente, las luces de colores se encendían en cada rincón de la ciudad y la música saltaba del pop al rock y del reggae al rap en cada vuelta de la esquina. El ambiente cambiaba, el humor y el humo olían distinto, el clima se hacía más cálido, el tiempo más relajado y entonces me descubría sentada en el pasto, de piernas abiertas, fresca pero aún media dormida, con una divertida sonrisa pintada en la cara.
De nuevo la ciudad cambiaba ante mí como una diapositiva gastada mientras yo tranquila fumaba y, sin pensarlo, andaba caminando con la bici a mi lado, por alguna calle que iba olvidándola mientras iba dejándola atrás. La cámara al cuello con cientos de fotos reteniendo el recuerdo. Las zapas gastadas y la espalda transpirada con el dulce sudor de un verano a destiempo, perdida en una ciudad de ladrillos grises pero pintada de estridentes colores, contando otra historia en un mudo silencio. La música se iba mezclando, la confusión subiendo y yo me iba mareando lentamente con el perfume a flores, alcohol y sexo que bailaban seductores en el aire de las noches entregadas.
Cierro los ojos y me encuentro allí, al borde de una pista casi vacía de techos altos llenándome los pulmones y escuchando con "delay" un rap de incomprensibles palabras mientras Super Girl baila sola en un trance de luces verdes, amarillas y rojas. Del otro lado, en la cabina llena de botones, vibra un ser de otro planeta: de tez bien oscura y rastas negras que caen hacia atrás hasta el centro de su interminable espalda. La luz azul pinta de un color metálico su prieta piel. Lo miro sin estudiarlo, con mi pensamiento todavía flotando en el agua azabache del canal que persigo para llegar hasta allí, hasta mirarlo. Lo siento profundo en mi nariz y en las yemas de mis dedos llenos de electricidad.
Entonces, en un nuevo fragmento: un vagón semi vacío de tren. Acompañada por tan solo un borracho dormido al fondo, una pareja que se besa sin abrir los ojos, una madre cansada con su hijo enfermo en brazos y un gordo guardia de seguridad que dormita desarmado hasta llegar a casa. Me siento un poco olvidada. Y otra vez me pierdo viendo cambiar la ciudad por la ventanilla, volviendo mis pasos hacia atrás hasta apoyar la cabeza en la almohada, perdiendo mi sueño en el ruido de la ciudad aplacado tras el vidrio de la ventana.
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