La Residencia Estudiantil de la Universidad Hebrea de Jerusalem (o Meonot) es un conjunto de altos edificios de piedra amarillentos, modernos, con amplios espacios verdes por los que pasear y reunirse con gente. No es extraño ver a diferentes y heterogéneos grupos jugando a las palas como si de la archi famosa playa de Tel Aviv se tratase, o ver a rusos, latinos, estadounidenses y españoles también jugando juntos al fútbol en el césped. Personas de diferentes partes del mundo compartiendo experiencias, amistades y, por qué no, fiestas. Una fusión internacional que, por lo menos personalmente, me encanta.
Pero cuando llegué hace ya casi tres años, en aquel entonces era un muchacho de dieciocho años proveniente de España, para ser exactos de Melilla, un pequeño enclave de dicho país en el norte de Marruecos, sin siquiera saber cocinar, y con la incertidumbre de enfrentar esta nueva vida con éxito. Nada era seguro, pero todo era posible. Vine para estudiar el programa de Ulpán de verano y, posteriormente, Mejiná. Ambos se ocupan en enseñar a todo aquel extranjero interesado en estudiar en las universidades israelíes el idioma junto con otras asignaturas como inglés, matemática, biología, y demás, dependiendo de la rama que escojas, humanística o científica. Ese año, aunque comencé sin tener muchos amigos y sin saber del todo como manejar mi nueva situación (todavía era un niño, que recién se marchó de casa de sus padres), pronto empecé a acostumbrarme y supe adaptarme a las nuevas circunstancias, hice nuevos amigos y la diversión, por ende, no tardó en aparecer. Fue ahí cuando descubrí de verdad la ciudad en la que me encuentro: Jerusalem. Vivir en ella no es lo mismo que viajar a ella. En absoluto. Sientes en cada rincón la historia que la precede, las tres religiones monoteístas principales en el mundo, cristianos, musulmanes y judíos, también foco del mayor fanatismo de las tres y del odio más visceral. Barrios religiosos tan problemáticos como Mea Shearim o el este de la ciudad, predominantemente árabe, constituyen auténticos guetos que alberga la Ciudad Santa, no exenta de tensión, aunque, siendo sinceros, yo estoy contento donde me encuentro. Y no, nadie me ha lavado el cerebro. En el pasado si era una persona de Fe y vivía acatando las leyes judías, pero eso es otra historia. Lo que quiero decir es que, con todo lo bueno y lo malo, Jerusalem la sigo queriendo y, de momento al menos, no pienso moverme. Siento que toda la esencia de Israel se concentra en su capital: la culminación de un proyecto nacional para el pueblo judío, la solidaridad general entre sus ciudadanos en tiempos difíciles como los presentes, una historia digna de contar y fascinante y, como no, un pequeño pero gran país constituido por multitud de paisajes y naciones. Eso es Israel, mi país.
Tras estar un buen tiempo morando en esta tierra, sin embargo, se deben reconocer sus problemas más acuciantes, pues nada es perfecto y el humano necesita reconocer el error para avanzar y mejorar. Los servicios públicos, por ejemplo, y la atención de sus trabajadores deja mucho que desear. La característica jutzpaniut (atrevimiento) que me he encontrado durante mi estancia ha sido, en algunos casos, demasiado irritante. Y aún puedo mencionar algo más, pero, de nuevo, los puntos buenos superan holgadamente a los malos e Israel no deja de ser un milagro donde los haya. De una tierra desértica y carente de vida e inspiración levantaron carreteras, florecieron bosques y se construyeron prósperas ciudades, un éxito sin precedente alguno. La solidaridad, antes emocionada, me es hasta conmovedora. Para que se pueda entender, la iniciativa del reparto masivo de comidas para personas que están necesitadas o que se encuentran desamparadas al estar lejos de sus familias durante las festividades ejemplifica hasta qué punto el israelí medio se preocupa por el otro, incluso con extranjeros e inmigrantes, las distinciones no existen. Los días de celebración o conmemoración nacional son sentidos en todos los niveles, ya sea desde quedarse parado mientras suena una sirena en todo el país que marca el inicio de esos días tan especiales, tristes o el alegre ambiente que se respira por sus calles. Y todavía quedan muchas más razones, pero creo que se puede entender hacia donde torna mi opinión al respecto.
Por otra parte, echo de menos España, mi país natal. No lo niego, siento nostalgia hacia mi familia, la extraordinaria gastronomía, la buena gente española y la belleza de sus ciudades y paisajes. Me duele la tragedia que está viviendo mi tierra en consecuencia de esta pandemia que parece nunca terminar, con decenas de miles de muertos y muchos más infectados. Pero, también, no visualizo mi futuro fuera de Israel. Aquí me siento feliz, como en casa. Como en ningún sitio.
Sigo viviendo en los Meonot. En muchas ocasiones me reúno con gente de diversos países, desde Estados Unidos hasta Rumanía, charlando de multitud de temas hasta bien entrada la noche, por lo general sentados fuera en los bancos. Y es allí cuando siento que la paz, no solo en Oriente Medio sino en todo el mundo, puede ser posible.
Fotos: Yehiel Chocrón
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