Esta nota, quiero empezarla con una foto. Porque en esta foto, está mi historia. Todos los cuestionamientos que me hago, empiezan con un café. Las mejores historias, empiezan con un café. Mis mejores amigas, aman el café como yo, y eso dio pie a largas charlas en Argentina. Los cafés de Buenos Aires, mis preferidos.
Las malas y buenas noticias, siempre van con un café.
Voces. Sonidos. ¿Cuál es la diferencia? He perdido la capacidad de apego. Hace unos días, elegí del closet, sólo lo que uso. Un pantalón corto, 7 remeras, 7 juegos de ropa interior, tres pares de zapatillas, 2 jeans, 2 sombreros, 3 pares de medias, tres calzas deportivas, tres corpiños deportivos.
El resto era exceso. Un exceso que compré con billetes que gané trabajando. Un día el exceso me empezó a doler. Siempre estuvo ahí, yo abría y cerraba la puerta, y no lo notaba. Así es con las cosas que son parte de tu rutina, las das por obvias. Incluso las personas que caminan con vos, crees que siempre van a estar. Hasta que se ausentan, o hasta que te vas. O hasta que se desencuentran en el andar. Y ahí lo ves.
Es un golpe. Un empujón de realidad. La primera reacción es la de desgarro. A veces sucede en el momento, otras con el tiempo, pero siempre lo melancólico se apodera de vos. Es parte de ese quiebre. Creía que, como algunos objetos, yo podía reparar. Pero hay emociones que no se arreglan con papel adhesivo. No las podemos manejar. Nos surgen.
A veces quiero deshacerme también de esa irritabilidad, o de mi impulso. Del sueño, del desgano, de la ilusión exagerada, de la idealización, del miedo, del dolor de ovarios, de la fragilidad, de mi búsqueda constante por ser pacífica, mis celos, mi desorden de ideas, la pérdida de respuesta, mi frialdad. Aunque todo, es parte de mí. Todas las cualidades que quieras ponerme, son tuyas. Todas las que me pongo, son mías. ¿Por qué arrancarlas? Quiero reconciliarme con ellas, entenderlas.
Quiero besar todas mis decisiones, y también todos los efectos que ellas han traído. Quiero celebrar que me voy modificando todo el tiempo, y perdí esa necesidad de estar solidificada. Quiero empatizar con la incomodidad, y poder hacerla una aliada. Es parte de mi.
A veces Israel me incomoda. Me pone obstáculos hasta para las cosas más naturales, como lo es trabajar. Eso creía. Hace unos días una muy buena amiga, me dijo que si no puedo encontrar un trabajo todavía, es porque tengo que empezar a materializar mis ideas. No fueron exactamente estas palabras, pero la entendí. Me vitalizó. Y fue por dos motivos, primero, porque nuestras historias con el país eran parecidas, las dos habíamos venido por el mismo motivo, y segundo, porque es una luchadora nata. Ella no lo sabe aún.
Las personas con la habilidad de armar y desarmar me fascinan. Nada las detiene. Solo saltan. Se queman la piel, pero lo dan todo. Y al final de todo, siempre, las cosas fueron porque tenían que ser.
Pero el título es, la incomodidad del hábito. ¿Qué es lo primero que hacés al levantarte? ¿Qué es lo último qué hacés antes de acostarte? ¿Cuándo te cuestionaste ésto por primera vez? ¿Cuándo decidiste que ibas a estar donde estás ahora? ¿Por qué esa comida es tu favorita? ¿Por qué dormís todos los días con ese pijama? Es raro, un día te percatás de que sos presa del automatismo. Ese día es revelador. El humano empieza a poner algo del afecto, cuando reconoce que hay una falta. Cuando nos agrietamos, cuando vemos un agujero donde no lo había, empezamos a poder darle a eso, el valor simbólico.
En mi caso, justo hoy pensé en estas preguntas. Y miré alrededor en donde vivo, olí el espacio y atrapé colores. Israel, pero particularmente Tel Aviv, es una ciudad de la cultura del mar. Tiene un clima que te permite disfrutar de la playa desde Marzo hasta Noviembre, y tres meses de una pizca de frío.
Atardecer en Tel Aviv. Un regalo del Sol. Acá, las dos carreteras, una para autos y otra para bicicletas.
Foto: Carolina Assanelli
Desde que empecé a vivir acá, no me detuve en eso. Siempre había soñado con vivir cerca del mar. Mis mañanas con olor a protector solar y mezcla de pescados y arena. Con el tiempo, cuando me adentré en la cotidianeidad, dejé de detenerme en eso. Dejé de meditar y estirar antes y después de dormir. Me dejé llevar. El camino hacia el centro de la ciudad lo hacía en la bicicleta, al lado del mar, y también, era algo en lo que no me detenía.
Hace algunos días, me robaron la bicicleta, mi medio de transporte. Eso rompió con todo mi esquema del día. Pero, con este suceso, mi cabeza pudo detenerse y empezar a ver todas aquellas cosas, que antes daba por obvias. Aquí armé una lista. La que tengo en mi computadora es más larga, y prefiero guardarme algunos detalles conmigo.
El amanecer a las seis de la mañana
Caminar descalza en la arena
El recorrido en bicicleta cuando atardece
El sonido de las olas
El golpe en la cara con agua de mar
El cielo en Israel, con pocos edificios, es épico
Los edificios, con formas originales
Las estrellas y el mar. Para mí sin mejores amigos.
El café de la mañana sentada frente al mar
Este paisaje de todas mis mañanas, al irme hasta el Norte de Tel Aviv.
Un privilegio de transporte. Acá, mi bicicleta. Mi ex bicicleta. Foto: Carolina Assanelli
Después de todo, cuando el hábito se desarma, es como volver a construir. Es el símbolo de apertura, y es tiempo de recibir todo. Es hora de reconocer todo el aprendizaje acumulado.
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