La última vez que algo me olió fue hace tres semanas. Tampoco me sabe nada a nada. Tengo un síndrome con un nombre feo, anosmia, el cual que dejó olvidado el COVID tras su paso por mi casa. Es una bendición, cuando uno mira el vaso medio lleno, pues es un mal que no mata, no ahoga, ni dura cien años.
No me quedan más que los recuerdos para poder saborear el mundo a mi alrededor. Desde que tengo un pedazo de mango atrapado con un tenedor, empiezo a recordar su dulzura de fruta madura o su amargura, sólo soportable con sal y limón. Se me hace agua la memoria al recordar como sabe esa fruta hermosa cuando está recién caída del árbol y tibia por el sol.
En un acto de rebeldía, me rehúso a dejar de comer lo que no debería. Banquetes de arequipe a media noche, con los ojos cerrados para afinar el recuerdo de su leche cocinada con azúcar, la torta de la vecina, tan rica en amor que alimenta, los chocolates finos que trajo del exterior mi hermana y que por bonitos merecen ser mordidos y el milo que siempre encuentra la manera milagrosa de derretirse en la lengua y regarse por toda la boca. Amo la miel por su textura y la leche cuando está fría. Y disfruto el arroz blanco con cuchara y en la olla, me remonta a cuando empecé a ir a mis primeras fiestas y llegaba hambrienta a comer lo que encontrara en el fogón.
Pero donde más extraño el olfato es en el amor. El olor de mis hijas antes de dormir, sus bocas recién lavadas cuándo salen para el colegio y cuando regresan en la tarde oliendo a tierra, tiza, y chocolate. Necesito volver a probar la cantidad de sal en la pasta que se sirven y el azúcar en sus jugos. Volver a oler sus dientes bien lavados. Distinguir con olfato de ama de casa la ropa sucia de la limpia, lo fresco de lo podrido y el agua vieja de un florero en la sala. Hace falta perder esos dos sentidos para valorarlos como merecen.
Me salvan los recuerdos. Reconstruyo sabores y olores y los momentos en que me sabían y me olían. Pasará esto de la anosmia, como pasa todo en la vida, volverán mis células olfatorias a ser las mismas y los recuerdos dejaran de ser parte de mi dieta y mi rutina. Pero añoro el olor de un abrazo, a lo que huele el cuello de mis dos hijas y un plato enorme de fruta fresca.
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