Un viaje de veintiún horas en un avión viejo con ceniceros en los baños y los asientos duros burlándose de nuestra ansiosa espera. La búsqueda infraganti del Uber en el estacionamiento de Ezeiza y el comentario del conductor (¿uberista?): “si es la primera vez que viene a Argentina tiene que probar la carne, aunque… ¿es tu novio? ¡Entonces ya la ha probado!” traducido al inglés sonó mucho más bizarro y crudo, perdiéndose en lo absurdo… Y ahí estábamos: en Argentina. Pienso en ese viaje de camino al laburo en el bondi de siempre, mientras el solcito me calienta las mejillas. Lo veo como una película propia, de colores cálidos, con olor a asado y canciones de rock nacional como banda sonora. Él: coprotagonista, completamente desentonado. Sonrío. Me acuerdo de una foto que me sacó él, en el Teatro Colón: fuera de foco, como casi todas. La culpa fue mía, porque me pidió la cámara y se la di manual y eso, a él, no le importa. A mí tampoco me importa. Me gusta estar fuera de foco, me hace pensar que él me ve así, sin contorno, parte del todo. Parte del viaje.
Siempre que ando por Buenos Aires me siento turista. Porque lo soy y se me nota a lo lejos que ando de visita. Lo confunden a él con uno más del barrio y a mí me hablan en inglés. Nos da risa.
La ansiedad, ésta vez, no fue por volver a baires, que me volvió a aturdir con toda su furia exactamente como lo había hecho tres años antes, cuando me despedía de ella. La emoción no fue por volverme a enamorar de Córdoba ni por ver, una vez más, las montañas abrazando el horizonte de San Juan. No porque todo eso no fuera importante, pero la ansiedad de mostrarle a él mi país me pareció más emocionante.
Estaba aferrada a recuerdos, fotos, viajes, olores y sensaciones que no desaparecieron si no que se adhirieron a ese nuevo momento como una continuación directa del pasado. Como si mis tres años en otra tierra fuera una historia distinta, de otra vida. Lo único que hizo de puente entre esa Ivana del pasado y la del presente era él caminando a mi lado, divertido y diferente.
Esta vez, descubrí un Buenos Aires en él, como si todo se armara con nuestro camino. Como si fuéramos construyendo el viaje segundo a segundo y a cada paso. El bar de la esquina de manteles a cuadros rojos y blancos, la napolitana con fritas, los grafitis de Palermo y el Planetario. La foto en Puerto Madero con el puente de piernas abiertas y la instantánea esperando el subte. El viaje en tren hasta la Plata mirando por la ventanilla los barrios con sus canchitas de futbol y los murales feministas cantando verdades. Los vendedores ambulantes, los artistas callejeros. El jardín japonés. La intrépida búsqueda casi imposible de comida vegana (¡o al menos vegetariana!) en un país perfumado de olor a asado. El viaje en el bondi sesenta y cuatro hasta Caminito, la taza de Mafalda, la birra fría y el bar de la noche de mi cumpleaños. Las palomas pedigüeñas, la Casa Rosada, el obelisco y el Indio, la hora pico, los pibes en la calle y el Tango. Todo, que siempre estuvo ahí, parecía reconstruirse para él, para nosotros, como recién inventado.
Lo veo a él desentonando y a la vez adornando cada paisaje y yo también lo veo difuso, fuera de foco. Mezclándose con mi futuro, mi pasado y mi presente calmo. Siento que Argentina nos puso así, de ese modo: sin foco, indefinidos, como si dependiéramos del contexto para poder ser completamente.
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